Las reputaciones que duran muchos años dan cierta inmunidad a las personas que las poseen. Entonces las cosas que estas personas afirman se presuponen ciertas y adquieren fuerza de ley, pero… ¿y si se equivocaran?
El árbitro, que también era un profesor, escuchó pacientemente los argumentos y después de mirar a ambos contendientes, aun sabiendo que el chico tenía la razón, dijo a este:
_Mira yo entiendo por qué defiendes con tanta pasión tus argumentos, pero yo no me meto en discusiones de este tipo.
¿Por qué si este instruido hombre de letras sabía a quien correspondía la razón, se negó en redondo a aclarar el asunto? Simple; la razón estaba de parte del menos importante. El uno era un simple estudiante, el otro un distinguidísimo maestro. El juez casual no estaba dispuesto a decir a un reconocido intelectual, que -en efecto- estaba equivocado.
Los prestigios pesan a veces más que la razón. Es cien veces más difícil decirle a un líder: “Usted se ha equivocado”, que a una persona desconocida. Y es una de las razones por las que los buenos líderes se transforman en horrendos dictadores.
Los más repugnantes opresores no han sido en principio más que lideres con un prestigio desbordado. Un prestigio que se ha hecho difícil contradecir. Un prestigio reforzado con la compulsión del carácter y el poder adquirido con los años de plausibles decisiones. Un prestigio que al final ha servido para secuestrar la crítica, el espíritu creativo y la propia libertad de sus partidarios y conciudadanos. Los dictadores son líderes que no soportan los espíritus disentidores.
Gracias a dios siempre han existido atrevidos que se han interpuesto entre el espíritu voraz y creciente de los líderes y la razón. Muchos han muerto en el intento.
Luchar contra un “prestigio” es cien veces más difícil que luchar contra un hombre. Un hombre puede morir de un balazo, envenenado, o ahogado… el prestigio sobrevive a la muerte, puede incluso reforzarse con esta.
Esa es la razón principal por las que muchos políticos se dediquen durante décadas a roer los prestigios de sus oponentes. Todos saben que un hombre sin prestigio es peor que un hombre muerto. Por eso es tan común que los enemigos que no pueden dispararse con balas lo hagan con calumnias.
Las calumnias son mentiras usadas con el fin de degradar al adversario. Un adversario degradado es un competidor débil. La calumnia es un arma aberrante, éticamente inaceptable y condenada por la mayoría de los sistemas de enjuiciamiento modernos, pero es muy difícil defenderse de una calumnia lanzada por una persona que tenga en sus manos una enorme influencia y una gran reputación. Las reputaciones que duran muchos años dan cierta inmunidad a las personas que las poseen. Entonces las cosas que estas personas afirman se presuponen ciertas y adquieren fuerza de ley, y ¿quién puede contra las leyes?, o peor aún, ¿quién se atreve contra ellas?
A finales de los años treinta, una enorme campaña difamatoria cubrió Alemania. Estaba orquestada por el gobierno de A. Hitler. La noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 fueron destruidos 1.574 templos, más de 7.000 tiendas y 29 almacenes judíos. Más de 30.000 hebreos fueron detenidos e internados en campos de concentración; unos cuantos incluso fueron golpeados hasta la muerte. Algunos alemanes no judíos fueron asesinados esa noche simplemente porque alguien “creyó” que eran judíos. La historia recoge el hecho como “La noche de los cristales rotos”.
Las victimas no tuvieron oportunidad de defenderse de enemigo tan poderoso y el resto del pueblo alemán, hizo silencio. Aunque algunos periódicos en el mundo protestaron por el hecho, nada especial aconteció. El gobierno norteamericano retiró su embajada, pero no rompió relaciones diplomáticas. Una respuesta más enérgica hubiera significado, tal vez, un cambio en los acontecimientos posteriores, ¿Por qué entonces se hizo tan poco? Al parecer resultó demasiado difícil al pueblo alemán y a los gobiernos foráneos contradecir de manera enérgica la actitud del gobierno NAZI. ¿Por qué?
Resulta imposible a estas alturas de la historia, después del desastre producido a la humanidad por el nazi-fascismo, hablar positivamente del prestigio y la reputación del causante principal del holocausto. Hoy tenemos de ellos una perspectiva bien distinta. Pero, tal vez si miráramos desde su contexto histórico, pudiéramos comprender mejor aquel silencio general ante un crimen de tamaña envergadura. ¿Quién era Hitler para los alemanes de la pos Primer Guerra Mundial?
Pues nada más y nada menos que el hombre que prometió eliminar los pagos de una indemnización millonaria (140 000 millones de marcos-oro alemanes) que debía pagar Alemania a otras naciones y que sumía en miseria al pueblo alemán. Que además, al llegar al poder, lucha contra la corrupción, frena en seco la inflación, crea empleos, somete a los ricos a un control estatal y está a cargo de una de las mayores expansiones de la producción industrial y mejora civil como nunca se había visto en la Alemania de todos los tiempos. Redujo la tasa de desempleo sustancialmente, llegando a declarar en su momento el “pleno empleo”. También construye decenas de represas, autopistas, ferrocarriles, edificios ostentosos y otras obras civiles. El gobierno de Hitler además de apoyar y desarrollar la arquitectura en una escala gigantesca, intervino en el diseño de un automóvil asequible para el pueblo germano. Automóvil que más tarde se convertiría en el Volkswagen (VW). Entre 1934 y 1937, la Alemania nazi gozó de excelentes estándares de vida para la clase obrera y media. Los obreros y los agricultores que registraron un aumento en sus niveles de subsistencia, sentían que Alemania estaba ahora en buenas manos. Así llegó a conseguir el apoyo y convencer a la mayoría de los alemanes de que “él” era su salvador ante la depresión económica capitalista, la dictadura comunista y el judaísmo corrupto.
Conjuntamente los judíos y los comunistas fueron asociados arbitrariamente a los más sonados escándalos de corrupción de la época. Así saboteaba el líder germano el prestigio de sus adversarios. Una vez despierta la animadversión por estos grupos, el asunto de su exterminio era “pan comido”. Y “pan comido” fue.
¿Quién se atrevería a dudar de la veracidad de los argumentos usados contra los judíos y los comunistas si provenían del «burscheretter» (salvador) del pueblo alemán?
Los salvadores de pueblos son muchas veces un peligro para sus propias naciones porque son difíciles de contradecir y entonces devienen las nefastas consecuencias. Todos podemos estar equivocados en algún momento, pero el orgullo que se engrandece con la honra merecida, es poco maleable, entonces cuesta a estos hombres decir: “nos equivocamos”; y cuesta más aun reconocerlo públicamente.
Cuesta también arbitrar la razón cuando está de parte del insignificante, porque defender al despoderado también compromete y responsabiliza a quien acomete la defensa. No es extraño entonces que por el mundo vaguen millones de desamparados repletos de justos argumentos que nadie escucha ni defiende. O las cárceles del planeta estén llenas de gente que trató de oponerse con razones legítimas al criterio de algún hombre de gran reputación.
Tampoco es raro escuchar ruidosas campañas contra personas, grupos o países a los que, al mismo tiempo que se vitupera, se le limita o niega la oportunidad de defenderse. Los medios de comunicación juegan un importante papel en este sentido. ¿Quiénes son los actores de las noticias? ¿Cómo aparecen caracterizados? ¿Qué actitud sugiere el medio tomar con respecto a los sujetos cuestionados? Con esta carga emblemática, instalada en el imaginario colectivo, se va echando levadura a la harina, se va preparando el “pan”. Ensalzados como héroes populares o denigrados como revoltosos y poco afectos al trabajo, cada medio elegirá como presentarlos ante la opinión pública.
Después de preparado el patético caldo, de un plumazo se consumará el crimen y los culpables parecerán salvadores. ¿Quién le imputará el delito cuando lo que han hecho es salvar a la sociedad de esa escoria indeseable? ¿Quién podrá contra la gran reputación de un salvador mediático?
Los pueblos callan. Las naciones contemporizan. El tiempo pasa y solo después de los años, se reconoce quien tenía la razón. Lamentablemente a veces es muy tarde ya para salvar los sensatos. Millones que han estado en lo cierto y lo han defendido vehementemente, se les ha concedido la razón solo después de haber permanecido durante décadas en el fondo de una fosa común, entrelazados en funesta danza con aquellos que, sirviendo de jueces y árbitros imparciales, fallaron a su favor. Sus nombres aparecen en grandes listas memoriales… Judith Auer, Albrecht Graf von Bernstorff, Rudolf Breitscheid, Hans Coppi, Edgar André, Marian Kudera, Georges Mandel, Edith Stein, Dietrich Bonhoeffer, Yitzhak Katzenelson, Petr Ginz, Felix Fechenbach, Carl von Ossietzky, Julius Fučík, Simon Dubnow , y otros, otros, otros…, al final de esta, el brutal epitafio: “Muertos por tener razón”
Entonces solo queda el reconocimiento, el respeto y el prestigio que supera a la muerte. Grande si, eterno tal vez, pero también siniestro.
Loable esfuerzo que mata a la persona que lo esgrime. Solo excepcionales almas están dispuestas a dar batalla hasta el final. No abundan los quijotes. Por eso es tan común que la razón calle y pierda una y otra vez la gran batalla, mientras el prestigio enardecido sea un pendón que rompa cráneos, parta brazos y secuestre la justicia de la mano de los pueblos.
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