¡Y
necesitaba tanto calentarse en esos vahos tibios de la dicha ajena!
Jorge
Mañach
María García Granados, "la niña de Guatemala" |
El desterrado
- “¿Conque cubano, eh? Aquí queremos
bien a los cubanos, ¿verdad, Izaguirre?”
Habla un hombre fuerte, anguloso, medio
indio de facciones. Tiene la mano en el hombro del exiliado con libertad casi
familiar. Aprisiona en la misma mano una fusta. Viste de polainas y sombrero
charrito. Luce sencillo y a la vez distinguido. Los presenta José María
Izaguirre, antiguo maestro bayamés expatriado a New York y director ahora de la
Escuela Normal de Guatemala. El fortachón de la fusta es don Justo Rufino
Barrios, Presidente de la república centroamericana y el desterrado “pobre,
desconocido, fiero y triste”: José Julián Martí Pérez.
Viene de Cuba, donde tragó el sabor
amargo de una causa perdida por el cansancio y las diferencias. Pero Guatemala
le recibe con respeto gentil y cariño fraternal. Su porte decente y simpático
mueve puertas sinceras e influyentes que ayudan a comulgar con tanta lejanía de
patria y de amor. Y se siente útil entre deberes y proyectos, rodeado de la
mejor casta americana.
Cuando habla en las veladas literarias,
su voz, delgada y viril, repleta de imágenes, conmueve a los letrados, pero más
aún, los vulnerables corazones de las damas. Es suya una magia que dispersa con
pasión, ayudada por el mito de ser un extranjero perseguido; el gladiador que
lleva en su cuerpo las cicatrices de su última batalla. Todos aplauden con
entusiasmo al cubano de «pico de oro». “Muy pronto vio moverse Martí las
celosías a su paso por las calles”. Una veinteañera que siempre lo escucha
aletargada se encargará personalmente de que lo mejor de Guatemala conozca de
la existencia de aquel refugiado importante. ¿Su nombre? María García Granados,
hija del general y expresidente de Guatemala don Miguel García Granados.
Pero Martí padece la agonía del
exiliado. Cada día, además del trabajo y la compañía amena de amigos nuevos,
dos o tres latidos de su corazón quedan pendientes. Por eso, cuando habla con
el poeta José Joaquín Palma, exayudante de Céspedes, el Apóstol sufre
repentinos silencios en los que parece hundido en su agitada conciencia.
Desde la distancia Doña Leonor le
comunica que regresarán a Cuba. La meseta mexicana hace daño a las niñas y
-además- en la isla Mariano “se defendería mejor”. Martí vive un vacío que le
encoge. La sensación del que queda en puerto mientras el vapor se aleja. Esto
basta -tal vez- para pensar en la mano pedida de Carmen Zayas Bazán, la cubana fina
y elegante que Manuel Mercado “le metiera por los ojos”. Pero Carmen está en
México, lejos. Y le escribe a ella contándole de honores y cargos. Pero esas
confesiones no enfrían su hambre de afecto, por lo que arrastra siempre una
abrasadora impaciencia que no logra apaciguar. La nostalgia le destapa una
pasión interna que ruge y quema como caldera. Es la juventud impetuosa que
lleva dentro. Para escapar un poco de sí mismo, Martí frecuenta casas amigas de
gente liberal. Busca sinceridad, confianza, honradez, y se siente salvado
cuando lo consigue, como la válvula que, liberando vapor, alivia. De todas, una
le acoge con extraordinaria hospitalidad, y a esa casa va el exiliado más
asiduamente. Es la del general García Granados.
La maravillosa María
Y allí está María, más lúcida que nunca
con sus veinte años, bella voz, rostro pálido y dulce. Cuando toca al piano
algún vals no puede evitar el cubano una inundación interior, un arranque
súbito de confidencial ternura. Y pinta de versos el cuaderno de ella: “Con
fraternal amor habla el proscrito…” La muchacha le mira espléndida y suave…
Martí descubre entonces un amor oculto en sus pupilas.
Cuando el general está enfrascado en el
ajedrez y las otras mujeres parlamentan distraídas, el extranjero se inclina
mucho sobre el piano, y suspira… ¡Aaah, y cosa curiosa: en casa del general no
habla nunca de Carmen ni de su noviazgo! Solo Palma e Izaguirre son cómplices
de aquel compromiso pendiente en México. ¿Qué sentimiento habrá hecho al cubano
guardar tan celoso el secreto?
Sueños de amor
Y mientras pasan los días, un sueño de
mujer echa raíces. ¿Repara él en aquel acontecimiento? No sabemos. Tal vez no
da demasiada importancia y a expensas disfruta el calor y la bienaventuranza de
tantos cariños juntos. Es difícil sacar leños de un fuego que nos entibia. Él,
solo y triste, lejos de los suyos y de la patria amada, aquí, junto a la
familia García Granados, el mejor lugar junto a ese fuego, le pertenecía.
Al llegar el cubano de visita, el rostro
de María cambia de colores: primero pálido, después muy rosado. Y cuando él le
pide que cante, ella espera que todos se alejen, prefiriendo intimidad, para
resumir el final a un dulce diálogo. El trigo madura en la espiga.
Pero el amor que crece no está nunca
satisfecho, e inventa la hija del general un pretexto para acercarse a Martí y
espiarle el alma. Pide que le grabe versos ya no en su cuaderno público sino en
otro privado, el de la alcoba, el del corazón…
… algo dentro del proscrito despierta.
Abre los ojos una conciencia entumecida por el humo de incienso de la
veinteañera. Hay en esa voz de muchacha soñadora un encantamiento demasiado
cálido, y en la mirada desnudez de confesión. Afloran sentimientos difíciles,
ambivalentes; pero no puede traicionar su honradez. Le compone, sí, pero con
prudencia: “Versos me pides de amistad…”, escribe él, mientras en su corazón
pelean enconadas pasiones. Pero gana el compromiso heredado y los recuerdos. El
poema tiene versos difusos que hablan de una esposa arrodillada y exhorta a
María a sentarse en su trono de «amistad».
Hay algo, amargo y sincero a la vez, a
lo que este hombre no puede renunciar, y decide podar a María su árbol ahora,
porque mientras más lunas pasen más retoños echará la maravillosa planta. Su
pluma es escalpelo que aclara y salva pero hiere profundamente. La muchacha
lee; y el secreto de buena intención se convierte en dolor de pecho abierto.
Entonces él, consciente del otoño que padece, intenta tomarle la mano
temblorosa. Ella esquiva, se pone el pañuelo en los ojos y escapa al interior
de la casa.
El otoño de los corazones
Pasan un día y otro sin encontrarse los
ojos de Martí y de María, y se van alejando lenta y dolorosamente como un muro
que se abre por la fuerza de una raíz.
Pero llega la feria de Jocotenango,
ocasión especial, motivo de alegría. Masas diversas se mezclan en un rosario de
cabezas entre risas y jolgorio.
Es agosto y el sol hace brillar los
colores escandalosamente. El cubano pasea distraído hasta que ve aparecer el
carruaje del general con su familia. Al momento, un encabritamiento de corazón
indómito. Mas el día prosigue lento e indiferente.
Ya en la tarde un heraldo improvisado le
sugiere la merienda de pipián y raspadura sobre una estera de petate, y también
María, vestida de muselina, pálida, ausente, espiritual, condenadamente bella.
No puede negarse él. Cruza con la muchacha frases embarazosas y difíciles
mientras pasa el tiempo cómplice. Después oscurece, pero él prefiere no
regresar con la familia a casa. El día había sido difícil, la noche prometía
tibiezas y fragancias; las estrellas, los grillos y María en el coche… no.
Tanta armonía era peligrosamente impronosticable.
15 de septiembre. Fecha patria para la
tierra guatemalteca. En un acto multitudinario Martí tropieza con el padre de
María. El anciano acaricia con afectuosos reproches al joven que escasea por el
feudo familiar. Él se disculpa como puede: “las sesiones deEl Porvenir,
la cátedra… “y un trabajo que escribía sobre Guatemala, para darle a conocer en
México ahora que… -Pensó en María, y terminó con cierto esfuerzo-: ahora que
iba allá a casarse.” El general bromeó paternalmente: “¿No has encontrado ojos
bastante lindos en Guatemala?” Martí sonríe, pero no dice nada.
La revuelta
Pasa un mes. La ciudad padece la
turbulencia de una conspiración. Jóvenes inquietos conjuran para «sacar del
juego» a Barrios. El temerario espartano dispersa a los rebeldes a golpe de
fusta. Seguidamente van a dar con sus huesos a la cárcel. Guatemala entera se
estremece y se pregunta qué hará el tribunal con los culpables. Semanas después
restalla el veredicto. ¡Todos fusilados! La plaza de armas es testigo y con el
último alarido cae el telón.
Martí, desde su palco de extranjero, no
aplaude la tragedia. Le choca el empellón violento de don Rufino Barrios y se
repugna ante el procedimiento «típicamente americano». Se pierde algo humano
aclarando diferencias con el fuete de las balas. Por esos días anda aturdido.
Melancólico. Terriblemente triste.
El reencuentro y la partida
La soledad lacera como hierro de
presidio. Necesita un fuego para olvidar tanta frialdad de corazones. Busca
entonces consuelo privado para aquel dolor público. Así termina –sin remedio-
en la casa de los García Granados.
El anciano se alegra porque quiere
comentarle una inventiva sobre algo. Es en vano. Su consternación se inclina
por la mirada triste de María y, se inicia un diálogo.
La melancolía de la conversación aleja a
las niñas, el general se distrae en otros asuntos, y entonces quedan solos.
Ella, enterada por su padre que Martí marchaba y el objetivo de aquel viaje, se
las ingenia para rociarle de tímidos reproches. Él no quiere apagar de un soplo
aquel candil que llena sus ojos de luz para quedar a oscuras con sus tristezas
de nuevo y se justifica torpemente. Jamás su verbo se enredó tanto ni su pecho
latió tan apresurado. El momento llegó a ser peligrosamente íntimo.
Pero pasan las semanas y se acerca la
fecha de la partida. Las niñas mortifican a María y un día la muchacha estalla
en sollozos. Después su ánimo decae, el alma se le ahueca. Todos notan el
cambio, hasta Izaguirre, y le habla a Martí. Este siente un aplastante y
responsable sentimiento de compasión. Se culpa a sí mismo por el dolor que ella
sufre ahora, y quisiera pagar con algo puro y merecido aquel amor poderoso que
brota sin queja ni reclamo del pecho herido de la muchacha. Por un momento
pensó olvidarse de todos y abrazar a María…, pero lo pendiente tira con fuerza
y su talante hidalgo se inclina al honor y al deber.
Cambia el rumbo con clavos en los pies y
escoge la distancia por compromiso de hombre aunque sufra luxaciones de
espíritu y remordimientos.
Llega la víspera del viaje. El momento
amargo de la despedida y se siente el cubano como nunca, helado de gesto y de
palabras. Ella… conmocionada. Hundida. Deshojada. Y en el primer momento de
soledad, un regalo: “la almohadilla de olor” esmeradamente bordada con un
susurro entre dientes: “guárdela, Pepe,… da buena suerte”. No puede contener Martí
su impulso y le besa…, “la frente abrasada”.
Y marcha a México por tierra, para
llenarse los ojos con el continente hermoso de quetzales, selvas y volcanes. Un
aire americano infla las venas del proscrito. Guillermo, Justo, Mercado, todos
sus amigos lo oyen hablar entusiasmado y orgulloso: “¡América está destinada a
vivificarlo y calentarlo todo!”.
El casamiento
Mil ochocientos setenta y siete. Es
Navidad y Martí refrenda su compromiso con Carmen el último mes de aquel año.
La casa de Mercado es el sitio de la ceremonia. Allí está la intelectualidad
mexicana llenando de cumplidos líricos el álbum de la novia: “A la brillante
pareja de la que nuestra Cuba está orgullosa.”
El regreso y el final
Pero la licencia termina y el regreso a
la Guatemala del implacable Rufino Barrios está en la punta de la nariz de los
recién casados. Y “vuelve, vuelve casado”.
Ahora pasea por la ciudad pero no solo,
del brazo Carmen, su esposa. El pasado y el presente atados a la misma cadena.
¿Es droga suficiente para olvidar remordimientos? “Al pasar (…) frente a la
casa de don Miguel García Granados creyó Martí ver insinuarse una silueta clara
al fondo del mirador, y sintió la opresión de lo definitivo” ¿Era María?
Quizás, pero si era ella, esa sería la última vez que la vería con vida.
Una tarde con el sol casi vencido, la
que él llamara «niña» poco después, “entró en el río”. Aquella agua maldita
pegó en su cuerpo perniciosas fiebres. “Locuras de gente joven” -dijo el padre
sin dar demasiada importancia- pero el espíritu triste y el alma decaída no
pueden pelear con la enfermedad por mucho tiempo, y mientras el general invita
a Martí a su casa para que las niñas conozcan a la hermosa cubana, un reloj de
arena desprende sus últimos granos.
Él espera. Tiene ciertas reservas; la
almohadilla, el viaje, la silueta en el mirador, Carmen y las dudas de no saber
cuánto bien o cuánto mal están en juego. El duende de la vacilación que
desorienta y retarda mientras el reloj continúa indiferente. Ese tiempo
prudente salva a veces, otras veces… hiere de muerte.
La noticia de la gravedad de la muchacha
gravitó de pronto sobre el cubano. Izaguirre trajo la odiosa nueva y José Martí
comprendió que era la hora del reencuentro. ¡Lástima que fuera demasiado tarde!
Ella tal vez quiso verle en el delirio
de la muerte. ¿Ajeno él? Poco importaba. Un corazón enamorado y enfermo se
complace con lo que cabe en el hueco de su mano. Pero él no llegó a tiempo para
ella.
El funeral
A la mañana siguiente doblaron las
campanas. El alegato por la vida se había silenciado y Martí se angustia
doblemente: “dicen que murió de frío, yo sé que murió…”
Se tortura con aquella culpa honda,
secreta, desgarradora y parte hacia la “bóveda helada”. Se acerca a la mujer
tendida, cubierta con seda blanca y suspiros. Le mira serio; “besé su mano” y
cien miradas suspicaces lo espiaron en silencio.
Fue un entierro denso. Las calles
desbordadas. Un río de pueblo camina adolorido. Sobre hombros la caja blanca
como un aguinaldo. Guatemala llora la hija del general.
Al final de la desgracia, cuando todo se
calma con ese silencio fatal de camposanto, Martí, Izaguirre y Palma se quedan
rezagados, se miran sin decir nada y parten con el “alma apretada”.
Al llegar junto a Carmen no puede
esconder su dolor, y ella no comprende por qué su esposo está tan afectado por
aquel duelo ajeno.
Días después Martí garabatea en el papel
unos versos tristes y llenos de remordimientos:
Quiero a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor;
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor….
Carmen nunca supo.
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Nota
Todos los textos entrecomillados han
sido tomados de los siguientes autores: José Martí, Jorge Mañach, Pablo Neruda.
Me enternece el respeto que has tenido con esta narrativa.
ResponderEliminarMuy bello