…nosotros los cubanos, no vamos al infierno,
pagamos en la tierra, con pésimos gobiernos…
Marisela Verena
Cruzar sobre un puente siempre es excitante. Es como volar, pero en descapotable. En el municipio de Los Palacios (P. Rio) hay un pintoresco puente de hierro y madera, antiguo y hermoso, pero de una vía. Un solo carril por el cual la «prioridad de paso» la tiene el vehículo que primero llegue a una de sus cabezas. Los cubanos somos muy competitivos y ese puente genera adrenalina. Mucha adrenalina…
Viví muchos años cerca de esa estructura y fui testigo de rallys olímpicos en los que los contendientes derrapaban en motos con sidecar, tractores, camiones de basura, grúas y hasta ómnibus escolares. Valentino Rossi, Michael Schumacher o Ayrton Senna habrían palidecido ante la audacia y el coraje de nuestros profesionales del transporte.
Curiosamente, en el caso de que ambos rivales llegaran al mismo tiempo a las cabezas opuestas del puente, una feroz mirada entre los contendientes definía quien pasaba primero. Lo que toma a un psicólogo horas de interminables sesiones, lo resuelve un cubano detrás de un volante en unos nanosegundos. Y es que a un chofer nuestro, le basta una mirada para saber quién es el verdadero «macho alfa», y por consiguiente, quién debe retroceder ante quién. ¡Es infalible el método! Claro, hubo excepciones en las cuales no se determinó «verdaderamente rápido» la cantidad de testosterona en sangre y ambos terminaron incrustados en medio del puente entre fierros, tablones, polvo y globos oculares.
Aquello se hubiera solucionado fácilmente con una luz roja o amarilla en una punta y otra verde en la otra punta del puente, definiendo las prioridades de circulación pero, ¿¡quién se va a molestar invirtiendo tiempo y dinero cuando se puede -con una rauda mirada- establecer quién pasa primero, y de paso quien es el más «macho»!? Una luz habría sido una feminidad. Una cursilería. Un desperdicio de tiempo y recursos. Así somos los cubanos. Rudos. Prácticos. Indomables.
Años más tarde apareció en el mismo puente una señal de peso máximo que exigía a todos los que viajaban en el transporte público, cruzar a pie por el viaducto, ya que -de tan viejo- no soportaría el peso del ómnibus repleto de personas. La señal limitaba a 10 toneladas el peso máximo y era una verdadera molestia bajar y subir en cada cabeza de puente. Por eso, cuando años después los ingenieros de tráfico determinaron que el peso máximo que soportaría la estructura había descendido a 5 toneladas, entonces no nos bajamos más de las guaguas. Y no era por desobediencia o imprudencia sino por lo del fatum stoicum; o sea “el día que te toca morirte, te mueres y ya”. Contra eso nada puedes hacer.
Nos gustan los atajos, no por facilistas sino por pragmáticos. En la vida hay que ser concretos. Efectivos. No damos dos puntadas sin hilo en la aguja y cruzamos los ríos siempre por las piedritas. Para nosotros las cosas tienen sentido solo si están en armonía con la necesidad del momento. Importan los objetivos porque son los que marcan la diferencia entre avanzar y retroceder. Por eso solo hablamos de los problemas cuando ya los hemos resuelto. Entonces tiene sentido mencionarlos porque aumentan la gloria. Los esfuerzos sin éxito son quejas. Preludios de fracaso. Muestras de debilidad y desánimo. Por eso mejor callarlos… a no ser que estemos interesados en trabar el proceso. Pero ese recurso solo les interesa a los oficinistas y tecnócratas estatales.
Para nosotros solo consta lo que tiene utilidad práctica. Lo que lleva a un resultado. Lo demás sobra. Por eso caemos en la trampa de sobrevalorar la experiencia, porque esta presupone conocimiento y práctica en el ejercicio de las acciones que llevan al éxito. Y se nos traba el paraguas a la hora de hacer cambios rompedores, drásticos, especialmente si estos nos arrastran a lo desconocido. No es miedo, sino incertidumbre. El desconocimiento y la inexperiencia nos ablandan las rodillas. Creemos que si alguien ha asado patos durante 35 años debe ser muy bueno haciéndolo. Apostamos por él, y puede que tengamos razón. Pero aplicamos esta regla indiscriminadamente. Lo mismo a un asador de patos que a un vinicultor que a un político. Hay una gran diferencia entre los patos, el vino y la política.
Sin embargo, nuestro espíritu creador está intacto y es increíble. Creemos en la improvisación, la racionalización y la transformación fundamentalmente con fines utilitarios. Innovación nos gusta llamarla, y no importa que lo que se pretenda transformar no haya sido concebido -en principio- para el fin que se le pretende dar. Ahí está la virtud. Porque lo que realmente vale –para nosotros- es salvarlas del estado de “disponibilidad” relativa que se encuentran para hacerlas “idóneas” para la explotación. Útiles para el trabajo.
El oficialismo ha elevado a nivel de fórum y congresos este espíritu creador, estimulándolo con almuerzos gratis y días libres. Pero los que más lejos han llegado en este arte son los innovadores independientes. Los que la necesidad les obliga a crear: Inventas o vives bajo un puente; inventas o andas a pie; inventas o te mueres de hambre; inventas o te quedas en Cuba para siempre. Estos son los verdaderos artistas de la transformación.
Cubano armando desde cero su motocicleta |
Por cuanto, no hay diferencia ni distinción entre sujetos y objetos a la hora del reciclaje y la recuperación. Tampoco límites. El distinguido pediatra que atendió a mi hijo durante más de quince años, ahora vende churros en el portal de su casa y conozco un oficial de las Fuerzas Armadas, que ahora es gestor de compras de una poderosa empresa petroquímica. O sea, lo mismo nos da hacer un poema en una servilleta, que usar un libro de Neruda como papel higiénico. Hemos aprendido a ver más allá del fin para el cual están hechas las cosas. Somos fogueados supervivencialistas.
Por eso tenemos que estar acostumbrados a perder. A sufrir disgustos. A adaptarnos nosotros a la circunstancias y a resistir. La vida no es justa y es un hecho que el confort y las comodidades son vicios tan dañinos como el de los opiáceos.
Somos espartanos. Estoicos imperturbables que sobrevivimos a los apagones eléctricos, la comida fría, los colchones apelotonados y el grifo seco. El Atacama lo sobreviviríamos indiferentes, en cambio una cena con langostas y carne de vacuno nos perturba increíblemente.
Nos acostumbramos tanto al sufrimiento y el dolor que cuando somos felices por varios días seguidos, nos preocupamos. ¿Acaso no será que se acerca alguna desgracia monumental? No; no somos neuróticos, sino realistas.
La ideología de la incomodidad nos prepara para la vida. De chicos andamos descalzos, llevamos uñas sucias, comemos sin lavarnos y bebemos agua directamente de la manguera, así fortalecemos nuestro sistema inmunológico. Los extranjeros en cambio -asépticos y débiles- apenas se lavan los dientes con nuestra agua corriente, pescan una disentería.
Creemos que la educación de «grito y correa» atempera el carácter (el abuso infantil es una tontería de los norteamericanos). Por eso una maestra primaria en labores se nos asemejará más a un domador, que a una docente. Así pues, y por añadidura, pasar frio, calor, hambre, sueño, sufrir múltiples picaduras de mosquito, piojos o heces liquidas en una beca o una escuela al campo sin quejarnos -porque la queja la consideramos un mal hábito- curte nuestra complexión, robustece nuestra determinación y perfecciona nuestra integridad cívica. Por otra parte, «el trabajo no mata a nadie», por tanto mientras más pronto se empiece mejor. De ahí que en Cuba se va al huerto a escardar nabos o a sembrar tabaco desde la escuela primaria hasta el preuniversitario. Sin distinción. Sin excusa. Lo del trabajo infantil es otro invento de la burguesía acomodada.
Si sobrevivimos a esta educación seremos adultos enteros. Fuertes y psicológicamente aptos para la lucha cotidiana. Además de conformes y sumamente agradecidos. Una lámpara nos bastará para alumbrar tres habitaciones, y cuando el ascensor del edificio funciona, hay agua en la ducha o la policía no soba nuestra valija, nos sentiremos impulsados a lanzar una plegaria a Dios en agradecimiento. La vida no es toda aciaga, algunas cosas nos salen bien.
Si dos o tres cubanos se reúnen es inevitable que hablen de dinero, de política y de mujeres. Si tenemos dinero, lo disimulamos, pero si no tenemos, entonces exageramos. La política no la entendemos tanto como decimos y sobre mujeres siempre mentimos. Siempre.
Somos -en general- bastante extravagantes en el amor. Cuando cortejamos nos volvemos caballerosos y extremadamente cooperativos, pero lo más probable sea que después de hacer familia veamos a la hembra –todos, hijos inclusive- como un motor para la escoba. No es por menospreciarlas -las valoramos muchísimo- pero somos malos demostrándolo. Generalmente lo hacemos cuando ella –fastidiada- se ha marchado del hogar. Esa ausencia repentina nos destapa sensibilidades ocultas. Comprendemos entonces lo buena esposa, buena madre y buena cocinera que era. Lo bien que nos iba juntos y lo importante que nos resultaba su grata compañía. Cosas que raramente las consideramos cuando las poseíamos, y que jamás se nos habría ocurrido manifestárselas para contentarla.
No es maldad, es que acostumbrados como estamos a invertir nuestra energía en “luchar” en el empleo y en la calle por la subsistencia diaria, al llegar a casa a un «macho» cubano promedio le quedan solo cuatro palabras en su haber oral: tengo hambre, estoy molido...
Después que se va y no está dispuesta a volver, somos mucho más sensibles y creativos. Llegamos a reinventarnos si es preciso para atraerla de nuevo a nuestro regazo. Pero es siempre después. Después… Cuando ya no nos alcanzan los dedos para tapar los huecos por donde se quiebra nuestro dique sentimental.
El machismo está. Existe en nuestra sociedad y lo aceptamos como una cuestión de orden. Asumimos y otorgamos los roles escrupulosamente. Tratamos de separar las cosas para simplificarlas: uno gestiona las finanzas y el otro cuida el hogar y los hijos, uno cuenta los problemas y el otro está obligado a resolverlos, uno manda y el otro obedece. Es un método antiguo. Binario. Casi digital. Probado y aprobado para mantener el orden. Los roles existen desde que el hombre vivía en cavernas y se cubría con pieles. Es lo natural, o así lo vemos. Y el protagónico corresponde al «alfa» de la familia. Generalmente un hombre. Un «macho». Como resultado, asumimos que un varón demasiado delicado, considerado, colaborador, consultivo y permisivo con su esposa, es un individuo flojo. Blando. Apocado. No es un verdadero «hombre». Este espíritu es marcadamente machista. Respiramos tanta testosterona en Cuba, que no me sorprendería que un día nuestras mujeres amanecieran con barbas y usando bóxers.
Esta cultura tiene un precio alto. Por ejemplo, pedir ayuda para un cubano «macho» es una evidente muestra de debilidad. Por eso no vamos al psicólogo, ni al sexólogo, ni al consejero matrimonial. De los malestares físicos ni hablamos. Creemos que si no los reconocemos, se resolverán solos. No pedimos ayuda ni cuando nos perdemos en otra ciudad. En estos casos lo que hacemos es dar vueltas en círculo sin preguntar a nadie y cuando encontramos “por casualidad” el lugar, presumimos el hecho «de haber descubierto una ruta nueva para llegar». ¿Asombroso no? Por eso los mapas han caído en desuso. Cuesta mucho desplegarlos mientras se maneja un automóvil. Además, tampoco tenemos muchos automóviles y si no somos “yumas” es ridículo extenderlos caminando a pie.
Pero mientras los mapas caen en desuso, los autos se cotizan escandalosamente. Y es que un auto -para un cubano- es algo más que un auto. Es más bien un símbolo fálico. Por eso nadie los quiere pequeños, lentos ni temblorosos.
Otra cosa, jamás leemos los manuales. Preferimos aprender sobre la marcha. Metiendo el dedo aquí y allá, en base al ensayo y el error. Este método aunque provoca algunos inconvenientes, perfecciona nuestras capacidades adivinatorias. ¡Por gusto no somos los más listos del planeta! Con un alambre lo mismo vulneramos la puerta de un almacén, que reparamos la turbina de un avión. Somos los únicos que hemos podido cambiarle el número a la bestia, que en Cuba ya no es el 666, sino el ✳99. (1)
Nuestras disputas son sui generis. Fieles al pragmatismo cubano, no vamos en primera instancia a los tribunales a resolver las querellas barriobajeras. Probamos primero gritándole al otro -a todo pulmón- nuestros argumentos. Recordándole constantemente que está «totalmente» equivocado, desinformado o -si somos muy benevolentes- confundido. No importa si esto es cierto o no, porque en un “solar” cubano la razón se mide en decibeles, o sea la tiene que más alto grite. El que más amedrente. Generalmente el más procaz, vulgar y soez. En cuyo caso, el perdedor no le quedará otra que apelar a un sombrío personaje del ministerio público: el Jefe de Sector.
Raramente el perjudicado entablará demanda en los tribunales. Y es que en Cuba los tribunales no están para buscar la verdad, castigar a los culpables y recompensar a las víctimas -como dicen los teóricos- sino que son una telaraña de burócratas y tecnólogos capaces de agotarle la paciencia a una piedra. Por ende, la habilidad está en evitar –por lo menos en primeras instancias- a los tribunales, los juicios y las demandas jurídicas. Por otra parte, ventilar nuestros conflictos vecinales (o familiares) a puro grito nos evita el embarazoso trance de tener que explicar a nuestros vecinos los derechos y las razones que nos amparan. A falta de crónica social y prensa amarilla el vecindario se encargará de dar la publicidad mediática que merezca nuestro caso.
Los tribunales, los juicios, las demandas, las diligencias y las demás gestiones legales, así como todo aquello que tiene que ver con el papeleo, es tremendamente enmarañado para los cubanos. Nos hemos acostumbrado tanto al expedienteo, que la gestión que se hace con menos de cinco trámites nos parece ilegal.
Acá todo tiene que ser con testigos, tres copias, cuño, timbre, firma autorizada y comprobante de servicio. Para eso contamos con el mejor aparato burocrático del mundo. Somos el paraíso de la burocracia.
El oficinista promedio debe tener bien claro que si quiere permanecer o prosperar en su cargo tiene que olvidarse de la iniciativa. Porque el principal valor del funcionario estatal es su incompetencia. O sea, la capacidad que tiene, no para resolver los problemas, sino para atascar las soluciones. Muchos son realmente maestros en este arte.
Especialistas en encontrar inconvenientes a las más brillantes soluciones. Además, todos abusan del mínimo poder que poseen y -por principio- aplican la regla de que «el público es su enemigo jurado». En correspondencia, ese sentimiento le es francamente correspondido por la gran mayoría.
Piensen un momento, en Cuba es común que cualquier trámite legal arranque con la Certificación de Nacimiento, los Antecedentes Penales, la Tarjeta de Vacunación, el Carnet de Salud, el Chequeo Médico Pre-empleo, el comprobante de actualización del Comité Militar (Área de Atención), una carta de un centro de trabajo o -en su defecto- del Comité de Defensa zonal (CDR) y en ocasiones, Certificados de Matrimonio y (o) divorcio, de defunción, de propiedad de bienes ext., ext., ext.… además del archiconocido Carnet de Identidad. O sea, debemos demostrar que somos nosotros, que estamos vivos, que tenemos una salud aceptable, que nos vacunaron contra la malaria y la fiebre amarilla, que somos viudos, que no estamos presos, que pertenecemos a un batallón antiaéreo en caso de guerra, y que hacemos con gran diligencia la guardia cederista. Y estos son solo los más recurrentes. La lista puede crecer. Por eso no pude creer a mi padre cuando me dijo que en los Estados Unidos bastaba con tener una licencia de conducir para «mudarse» por el país y que la mayoría de los trámites se hacían «por correo». ¡Los americanos tienen que estar locos!
La pasión por los reglamentos, por absurdos e inoperantes que sean, encuentra su mejor exponente en el inmenso legalismo de nuestro país. En ese profuso enredo puede descansar en paz -a salvo de cualquier trampa del enemigo- el espectro de la mediocridad y la ineficiencia administrativa. No me sorprendería que algún día se inventara en Cuba un ministerio -bien nutrido de oficinas y resquicios legales- solo para combatir la burocracia. Pero, -y aquí está la paradoja- ¡cuidado con tratar de cambiar las cosas!, porque aunque odiamos la burocracia, sentimos verdadera pasión por la legalidad. La vemos como un seguro contra la agresión de los demás. Como un freno para la violencia y el desafuero. Porque podemos ser muy malos cuando tenemos impunidad.
Además, el papeleo nos da una sensación de certeza, de orden, de estabilidad, de seriedad y -sobre todo- cierta legitimidad a lo que hacemos. De ahí, que dos o tres nos juntamos para hablar de futbol o fundar un club literario y lo primero que hacemos es escribir un grupo de reglas y principios inviolables a los cuales después nos referimos como si de una sacrosanta constitución se tratara. Odiamos las reglas de otros pero nos encanta crear las nuestras. Detestamos el orden de otros, pero subidos sobre el nuestro, gobernamos como dioses. Es como si recostados sobre un fajo de refrendados documentos -mejor si tienen sellos timbrados, marcas de agua y cuños oficiales- pudiéramos dormir mejor. Más tranquilos y con la espada envainada.
Creo además que dos de cada tres cubanos considera que coleccionar documentos da caché.
No solo somos legalistas sino también externalistas. Nos comemos un kilo de palitroques viendo una peli y culpamos a los carbohidratos de nuestra obesidad. Cada vez que abrimos el refrigerador mamamos la lata de leche condensada y es por la ansiedad que nos mata. Tenemos el cuerpo como un repollo pero es por las obligaciones que no nos dan tiempo de hacer gimnasia. ¡Los cubanos somos los únicos del universo que engordamos con aire o con agua! Porque jamás recordamos los millones de kilocalorías que somos capaces de consumir en un solo día. Entonces cuando estalla el hígado, el páncreas o nos descubre “gordo” el espejo, maldecimos hasta al mismísimo ministro de la industria alimentaria. Odiamos y culpamos a todos menos a nosotros. No se nos ocurre pensar que es nuestra actitud, nuestros hábitos los que nos tienen en terapia. Y es que nos desagrada tremendamente juzgarnos a nosotros mismos. Es incómodo y suena presuntuoso. Antoine de Saint-Exupéry lo dijo: “no hay nada más difícil que juzgarse a sí mismo”.
Luego entonces, si el postre se quema es por el termostato defectuoso, si nos cabreamos es por culpa de nuestra pareja, de nuestros hijos o de nuestro jefe. Si tenemos un pulmón estropeado es por el maldito cigarro. Si estamos solterones es por la mala disposición –hoy en día- del sexo opuesto y si somos infieles es porque tuvimos que asumir un “papel”. Cuando suspendemos un examen seguramente es que el profesor la tiene cogida con nosotros y si un pariente sustrajo bienes de ajena pertenencia es por sus malas compañías. Por añadidura, no tenemos boniatos en el mercado por culpa del bloqueo. No terminamos (gracias a dios) la termonuclear de Cienfuegos, porque los soviéticos nos embarcaron y no hemos puesto un satélite en órbita… seguramente por la perfidia imperialista. El que apunte en un papel todas las impugnaciones que hacemos los cubanos, se convencerá sin lugar a dudas de la teoría de la conspiración mundial. La culpa de que estemos tan mal la tienen los otros. Indiscutiblemente.
Otra de nuestras pasiones son las reuniones. Nos encantan. Los cubanos pasamos buena parte de nuestra vida en ellas. Sin embargo, todos tenemos el recuerdo de reuniones interminables y sin puntos de decisión concretos. Y es que las reuniones están entre nuestras herramientas administrativas más sobreutilizadas y peor aprovechadas.
En dos cosas pasamos la vida los cubanos, en colas y en reuniones. Tan apasionados somos de las segundas que el asunto ha llamado la atención de los políticos más “aventajados” del país, los cuales –lamentablemente- no están de acuerdo con nuestro “reunionismo”, y opinan que este fenómeno es una manifestación de burocratismo que complica el trabajo y afecta los resultados, con independencia del esfuerzo personal de los que intervienen en el mismo. (2)
Por eso -como que a nosotros los cubanos no nos gusta equivocarnos dos veces con el mismo error, sino que la tendencia generalizada es a inventar errores completamente nuevos- nuestro empresariado estatal, fiel a su espíritu disciplinado y proletario, se dio a la tarea de programar un plan de reuniones mensuales para evitar la improvisación y la consecuente pérdida de tiempo, recursos y esfuerzos. Dicho plan quedó conformado como sigue:
“Cuatro o cinco matutinos con los trabajadores; cuatro o cinco reuniones de puntualización semanal; una reunión con los factores; dos reuniones de la Comisión de Divisas; una reunión del Comité de Control; ocho despachos con los subdirectores y especialistas directos; dos reuniones del Consejo de la Administración Provincial; una reunión de la Comisión Provincial del Plan (…); cuatro o cinco Consejos de Distribución; cuatro o cinco Consejos Energéticos; cuatro o cinco reuniones de cobros de equipos; cuatro o cinco reuniones de ventas de materiales de la construcción; cuatro o cinco reuniones de chequeo del Plan de Circulación Mercantil; una ronda de negocios; un Consejo Económico del Grupo; un Consejo de Dirección del Grupo; una Comisión de Cuadros del Grupo; dos reuniones del núcleo del Partido, una de ellas de estudio; una asamblea con los trabajadores; tres Consejos de Dirección o Comisiones de Cuadros de las 12 Empresas subordinadas; cuatro o cinco reuniones del Sector en la Delegación; una reunión con los Presidentes del Consejo de la Administración Municipal y los directores; una reunión de Recuperación de Materia Prima; cuatro o cinco reuniones de unidades Élite; cuatro o cinco visitas integrales a los municipios; una reunión con la reserva de cuadros; una reunión de preparación de cuadros; cuatro reuniones de chequeo de inversiones. Total: 79 reuniones planificadas.” (3)
Este plan mensual podría sobresaltar, pero se decanta del número de reuniones aprobadas para un año, mil ciento sesenta y cuatro excluyendo -claro está- otras actividades que también se realizan, como son los plenos, los fórum de Ciencia y Técnica, las asambleas del Poder Popular y de rendición de cuentas de los delegados a los electores, ext., ext., ext. Conociendo que estas reuniones planificadas y aprobadas demoran como promedio tres horas, obligan a un ejecutivo empresarial a estar unas 237 horas reunido, a las que se suman otras 40 de extra-planes convocadas por las instancias superiores, las cuales sumadas todas alcanzan 119 las reuniones mensuales que -a tres horas como promedio- por reunión vendrían a ser unas 357 horas mensuales. O lo que es lo mismo 11.9 horas diarias reunido los 30 días del mes. (4)
Con tantas reuniones el director, ¿qué tiempo tendrá para contactar con la base, chequear, intercambiar, comer y descansar? El pobre hombre se verá obligado a delegar responsabilidades en sus subordinados ante la protesta de los que desconocen totalmente como luce la cara de un jefe principal. Si nos dijeran que tiene cuernos como un vikingo y viaja en un caballo alado (cosa que no es del todo incierta) tendríamos que creerlo, porque hay trabajadores de base que en toda su vida laboral jamás ven a su director general (5). Por otra parte, solo el enorme aprecio que sentimos por las reuniones explicaría el extraordinario gusto que sienten los cubanos por la gerencia y la administración de empresas estatales.
Somos cubanos y solo por eso, somos únicos. Y como somos tan singulares no falta quien nos vitupere. Por ejemplo, algunos aseguran que en un grupo de tres el primero que se levanta para irse será la comidilla de los que se quedan, razón por la cual la parte más extensa de una conversación -entre más de dos cubanos- es la que se efectúa en la puerta de la calle, ya que nadie quiere ser nunca el primero que se va. Cierto es que hacemos nuestros comentarios sobre los que no están, pero lo hacemos en su ausencia por consideración y por respeto. Además, cualquiera puede darse cuenta que el exceso de sinceridad es un síntoma de mala educación.
Otra de las calumnias infames es la de decir que somos envidiosos. Que nos irrita el triunfo y la gloria ajena. Eso es falso. No es envidia lo que sentimos sino sentido común, porque en Cuba el éxito es anormal. Los cubanos estamos psicológica y reglamentariamente constituidos para el fracaso. El fracaso está instituido per lex: no tenemos derecho a la propiedad privada, ni a la iniciativa económica, nuestra clase empresarial es teledirigida y carecemos de libertad política. ¿Para qué alucinar con la gloria entonces?
La vida es larga y esta es una isla soñolienta. Aquí dormimos la siesta lo mismo en nuestra casa que en el buró de información de una institución oficial. No hay que sobresalir. Por eso -excepto si lo hacen en otra parte del mundo- los cubanos detestamos a los que se empinan por encima de los demás. El triunfador local siempre cae mal, es pesado y enseguida encuentra a su alrededor un encubierto complot para bajarle los sumos. Además, no simpatizamos con los triunfadores porque el éxito transforma a las personas. Las vuelve raras. Extravagantes. ¡Imaginen lo de usar solo una vez el pampers! Aberrante.
Por otra parte, tampoco es tan malo sentir un “rencorcillo” por algo o alguien que se nos adelanta. Somos egoístas con el triunfo porque es individual. Y además marca la diferencia. La puntualiza. Nos vemos más abajo cuando otro está más arriba. Y por favor, no somos los únicos. La escritora argentina Angélica Gorodischer dijo que las novelas de Isabel Allende no aportaban «nada» a nivel de literatura ni de género. Pero –curiosamente- el más implacable con ella fue su propio compatriota Roberto Bolaño, quien dijo: «Me parece una mala escritora, simple y llanamente, y llamarla escritora es darle cancha. Ni siquiera creo que Isabel Allende sea una escritora, es una escribidora». (6)
Claro estos “rencorcillos” surgen a la postre del astronómico éxito de la escritora chilena, radicada en Estados Unidos y protagonista de unas ventas arrolladoras. La tirada total de sus libros alcanza 57 millones de ejemplares y sus obras han sido traducidas a 35 idiomas. Es considerada la escritora viva de lengua española «más leída del mundo». (7) ¡Güaooo eso dueleee…! Especialmente a aquellos que por razones profesionales compiten con ella por el éxito.
Sentir un poquito de envidia puede ser hasta creativo; o qué fue si no lo que sintió Máximo Gorki cuando escribió “La ciudad del diablo amarillo”. Creo que el distinguido ruso se moría por tener algo como “New York” en su propio país.
Pero lo peor para los cubanos no es la supuesta envidia frente al éxito, de sus rivales mortales, sino la competencia feroz de un poder que no lleva cuentas del ruido que hacen las tripas hambrientas, pero que despertará como un león implacable en cuanto escuche los pingues eructos de tu prosperidad. Y te sonará el zarpazo de tu vida; siempre bien envuelto en papel Gaceta Oficial para evitar el ruido. Por eso el triunfo, la prosperidad y la grandeza individual en Cuba parecen quijotadas.
Pero somos fuertes y tenemos fe. Mucha fe, aunque no la depositemos toda en un único Santo. De manera que lo mismo creemos en Dios que en la astrología. Podemos acostarnos ateos y levantarnos cristianos, o viceversa. La praxis guía nuestra espiritualidad. Una espiritualidad que no perdemos nunca y que suele crecer o disminuir en la medida que crecen o disminuyen nuestras necesidades personales. Necesitamos a Dios para triunfar en los negocios, para sanar del cuerpo, para cruzar fronteras, pero al rebasar la última tempestad, nuestra tendencia inequívoca es a encerrarlo de nuevo en su envase hasta la próxima tormenta.
La incertidumbre nos trae más conversos que el más apasionado de los ministros eclesiásticos. La gente corre a Dios cuando está enferma y contrariada, cuando está satisfecha prefiere el beisbol, el cine o la televisión. El partido, la película o la novela se van si no estamos atentos, en cambio Dios siempre está -paciente como una biblia- en la Iglesia, en la estampita de la cartera, o en una esquina de la casa, junto a su sempiterna vela apagada y un ramo de rosas secas. Solo espero que Dios no sea rencoroso. Porque le amamos… aunque no seamos tan buenos demostrándoselo.
Somos alegres, tan alegres, que parecemos irresponsables. Cuentan que una vez construimos una discoteca en los altos de una funeraria. No tengo constancia de esto, pero si conozco de un motel de citas, (posada) construido frente al cementerio municipal. Lucía como un reto. Un desafío al destino y a la muerte. Si al norte enterrabas la vida, cruzando la calle podías iniciar otra. Era la calle de los gimoteos. Unos de dolor, otros de placer. Como el alfa y la omega. Principio y fin. Somos así de divertidos muy a pesar de nuestra constante tribulación.
Nuestra alegría puede arder espontáneamente. Sin justa causa. Somos tan “contentos” que quien no nos conozca piensa que estamos locos. ¿Quién en su sano juicio se reiría de sí mismo, de sus caídas, de sus fracasos o en el transcurso de sus tragedias? En Cuba después que pasa un huracán los primeros que llegan son los artistas. No hay una teja en su sitio, ni un fogón encendido, ni un colchón seco, pero tenemos cantantes comediantes y faranduleros de sobra. Y ahí mismo, en medio de la devastación se levanta el circo. No importa que no tengamos luz eléctrica, agua potable, comida, ni donde dormir porque aquí están los artistas y hay que divertirse. Además, nos los envían las autoridades y sería un desaire no acogerlos. Nos consta que lo hacen con la mejor de las intenciones. No tienen pan, y nos mandan circo. Algo es mejor que nada. Por lo menos mientras reímos y bailamos no estamos llorando por lo que perdimos o planeando quien sabe que locuras. Extraña condición muy parecida a la demencia la que padecemos los cubanos. Pero no, solo somos el resultado de un estado superior e incomprensible de la consciencia. Por eso estamos vivos. Somos seres superiores.
También somos solidarios. Con los vecinos, con los amigos, con los demás pueblos de la tierra. En algunos momentos nos hemos metido hasta en guerras ajenas. Tenemos buen corazón. Si alguien nos pide ayuda, se la damos, si necesita que le acompañemos una cuadra, le acompañamos dos. Por eso algunas veces andamos en la calle buscando gente perdida que necesita ayuda. Los más necesitados son los turistas. Flojos, finos y débiles, siempre perdidos. Abrasados por el Sol que quema lo mismo a las once de la mañana que a las 6 de la tarde. Andan desesperados buscando un hospedaje, restaurantes, garajes para sus coches y alguna compañía. Les conseguimos de todo a buen precio.
Compartimos con ellos nuestras posesiones y las de nuestros amigos cuentapropistas. Y casi siempre aparece alguna muchacha bonita para entretenerlos, y de paso, les enseña nuestra lengua con una entereza y un dominio envidiable. ¡Tenemos la población femenina más preparada del mundo!
Ingratos que son los turistas. Se las llevan a su país y terminan siendo ellas las que deben aprender inglés, francés, alemán o turco. Menos mal que somos brillantes con los idiomas. Los adoptamos a la velocidad del sonido. Dos semanas en Argentina y tenemos mejor fonética que un gaucho de la Pampa. Tres capítulos de una serie española y hablamos con el acento de Aznar, Rajoy o el mismísimo Juan Carlos de Borbón. Con los demás idiomas no nos va tan bien, pero nos defendemos.
Compartimos con todos nuestro café, nuestro te, nuestros licores y hasta el periódico. Nos encantan todos los servicios, menos el militar. Somos bondadosos y muy educados, excepto cuando viajamos en el transporte público en horas pico. Ahí si somos rudos. En una guagua atestada cada cual es responsable de su propia incomodidad.
Pero en general somos muy cariñosos. Todos nos besamos, todos, aunque no nos hayamos visto en la vida. Aunque seamos de diferente sexo, origen o raza, a pesar de que nuestras creencias diverjan. En Cuba besamos a los niños, las mujeres, los hermanos, los tíos, los abuelos, las amigas, a las mascotas, a los objetos que amamos, a los símbolos y a todo lo que se nos ocurra. Nos besamos tanto que da gusto vernos. Solo no nos besamos los ejemplares «machos» en edad reproductiva. O sea los hombres entre los 14 y los 70 años.
Cualquier pretexto nos sirve para bailar, cantar, beber y hacer el amor. Bailamos como trompos. Cantamos lo mismo en Viña del Mar, que el teatro América, que en la pizzería de la terminal. Bebemos como esponjas alcoholes destilados en casa, tan poderosos como el uranio y tan aromáticos como el diluyente para pintura. Y en el sexo nadie nos gana. Presumimos de hacer el amor en 247 posiciones diferentes, algunas de ellas anatómicamente imposibles. Pero claro, terminamos decantándonos siempre por las dos o tres más elementales, por aquello de que “total, tampoco hay que matarse”.
Este espíritu pintoresco y aparentemente contradictorio nos ha permitido sobrevivir. Recuperarnos después de cada caída. Nada conocido nos asusta. Cuando nos arrinconan demasiado y podemos, saltamos por el hueco de la cerca. Al principio andamos a gatas, pero después nos erguimos. En estos casos extremos no vamos por donde el camino nos lleva, vamos por donde no hay camino. A campo traviesa. Y dejamos huellas.
Poco más de un millón y medio de cubanos viven en los Estados Unidos (8) Hacen familia, tienen hijos que van a la universidad, ocupan puestos importantes, salvan vidas, enseñan, compiten y progresan convirtiendo nuestro pueblo en algo respetable y respetado en ese país de gigantes.
No hay hospital en Estados Unidos donde no haya hoy un médico cubano. No hay periódico donde no haya un periodista cubano, ni banco donde no haya un banquero cubano, ni publicitaria donde no haya un publicitario cubano, ni escuela donde no haya un maestro cubano, ni universidad donde no haya un profesor cubano, ni comercio donde no haya un manager cubano. En las Grandes Ligas del béisbol sus nombres brillan. En el Congreso de Washington hay cubanos, en el Senado federal se sientan los cubanos, los Ministerios y vicesecretarías han sido ocupadas por cubanos. Hemos estado en la Coca Cola, en Kellog's, en McCormick y en la Pepsi Cola. (9) Fuimos, somos y seguimos siendo grandes.
El mundo no nos resulta indiferente, por eso –con paciencia y talento- lo vamos invadiendo.
Un mundo que -para mayor comprensión- hemos dividido en dos tajadas, una pequeña: Cuba y otra vasta, fascinante y misteriosa: la “Yuma”. No distinguimos demasiado las subdivisiones, porque para qué, si da lo mismo Canadá, que Suecia, que Nueva Zelanda, en todas las “yumas” podemos progresar con nuestra fabulosa capacidad de adaptación.
Hay que ver lo rápido que un cubano calcula el canje de la moneda de cualquiera de esos países a la nuestra, pasando primero por el U.S. dólar claro, para llevarlo después a CUC, que es nuestra moneda fuerte, para -a posteriori- aterrizar en el más bajo de la cadena alimenticia: el Peso Cubano. Cuatro monedas diferentes y tres operaciones monetario-bancarias que hacemos lo mismo en el cómodo sofá del Banco Financiero Internacional, que en el pasillo oscuro de una cuartería de Centro Habana. Claro, en caso de preferir la segunda por su competitiva tasa de cambio, debemos practicar la divergencia ocular (estrabismo), porque con un ojo tenemos que mirar al inquieto banquero clandestino y con el otro a la policía revolucionaria.
Los romanos caminan por sus calles y no ven sus estatuas de mármol. Los cubanos vivimos sin terremotos, volcanes ni desiertos pero solo nos fijamos en lo horrorosos que pueden ser los ciclones tropicales. La apatía latente nos permite ver solo el vaso medio vacío. Por consiguiente, aunque tampoco tenemos boas constrictoras, viudas negras, ni escorpiones, leones, pumas o cualquier otra especie peligrosa, no descubrimos lo seguro que es nuestro país hasta que no vivimos en Texas, Sídney o Johannesburgo. Cuando estamos ahí, un cubano siempre piensa: ¡que hermoso y tranquilo es mi país! En Cuba puedes echarte sobre cualquier pastizal sin miedo a ningún insecto, porque solo pican los mosquitos; o puedes pasar la mona del carnaval en cualquier cuneta o basural sin que un oso o un coyote intenten masticarte la cabeza. Puedes discutir sobre beisbol, futbol, o la guerra en los Balcanes sin miedo a que te callen la boca con una Magnum 357. ¡Que tranquila y segura es nuestra Cuba! Es de los pocos países donde el hombre está en lo más alto de la cadena alimenticia, nos comemos todo lo que se menea. De manera que -en nuestra patria- solo hay que cuidarse de los ladrones y de los policías. Ambos despojan igual.
Por eso, cuando un cubano prospera en el exilio siempre piensa: ¡Ay, si todo esto lo tuviera en Cuba! De una manera mágica, imposible de definir, descubre un vínculo con aquello que dejó, que no existe para él ahora, pero que recuerda con mucho placer. Ahora que se alejó de su país, sabe que no puede vivir sin Cuba. Y la sueña de noche, y le exagera los valores idealizándola. Y se culpa de no haberla entendido mejor, de no haber intentado cambiarla. La recrea en sus cantos, en sus cuadros, en los bailes. La revive en las historias de sus costumbres, en sus comidas. Entonces llenan sus casas, sus negocios, sus mesas de dominó y sus oficinas con palmas, banderas, escudos y retratos de héroes cubanos (10).
Y nunca dejan de ser cubanos, aunque ganen otras ciudadanías, otros honores y los más increíbles títulos. Ostentan su condición y sus raíces con orgullo. Con dignidad. Con apego genuino. Y lo hacen porque saben que lo único auténticamente suyo fue su Cuba y a ella se prenden con saña.
Por eso después de irse, en lo único que piensa el cubano es en volver a su tierra. En ver la casa donde nació, aunque esté destruida. En andar por el barrio donde creció, aunque esté desconocido (11). El cubano exiliado regresa para clavar un puñado de gladiolos en la tumba de su madre; para hacerse una foto con los que se quedaron; para dejarle un puñado de alegrías materiales a los que ama y por los que sufre cuando se encuentra lejos. En ese país dorado que lo acogió en su seno y al cual termina amando. Aunque nunca, nunca, supere -en esa nueva tierra- el complejo de ser un hijo adoptado. Un extranjero.
Porque el cubano se sabe cubano donde esté y siente que esta tierra suya no se despegará de sus zapatos. Y que este pueblo que dejo una vez siempre, siempre, estará sobre sus espaldas.
La Patria empieza ahí. Está ahí. Vive…
Referencias
1. Villanueva. Karel. Humorista cubano
2. Machado Ventura. José Ramón. En un encuentro con los Presidentes de las Asambleas Provinciales del Poder Popular.11 de octubre del 2003
3. Granma. 21 de octubre de 2011 ¿Cuántas reuniones tiene el plan?
4. Ibídem
5. Ibídem
6. Wikipedia 2013. Isabel Allende
7. Agencia EFE. Octubre de 2009. «Isabel Allende Named to Council of Cervantes Institute» (en inglés).Latin American Herald Tribune. Consultado el 24 de julio de 2011
8. C03001. Hispanic or latino origin by specific origin - Universe: total population.2008 American Community Survey 1-Year Estimates.U.S. Census Bureau.Consultado el 08-04-2010
9. Mona. Víctor. Periodista mejicano.
10. Ibídem
11. Ibídem
Muy buenos tus escritos, directos y con sentido del humor.
ResponderEliminarSigues escribiendo? ,de no hacerlo seria una pérdida. Éxitos y Saludos
Si escribo. Para mi blog y para Vista Semanal de Naples Florida. También colaboro con la revista Convivencia en Cuba. Gracias Zenaida por comentar.
ResponderEliminarEstos son otros textos publicados
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